Hay apodos que son ofensivos. Pero otros nos resultan hermosos. En el relato de la Anunciación que se proclama este domingo, el Ángel Gabriel irrumpe de repente en la vida de la joven de Nazareth sin llamarla por su nombre propio, María, sino que la designó “llena de gracia”. Un saludo ciertamente nada común, nunca oído. Pocos días después su prima Isabel le dirá “bendita entre todas las mujeres”.
El 8 de diciembre celebramos la Inmaculada Concepción de la Virgen María, una fiesta profundamente enraizada en el corazón de los creyentes, especialmente en los pueblos y comunidades donde la devoción a María ha modelado la vida espiritual de generaciones. Esta celebración no solo honra a la Madre de Dios, sino que ilumina un horizonte de esperanza y vocación para toda la Iglesia. Al contemplar a María, la Purísima, descubrimos lo que cada uno de nosotros está llamado a ser: “santos e irreprochables en el amor”, como escribe San Pablo (Ef 1, 4). El Padre “nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo” para ser sus hijos adoptivos.
En ella, en sus entrañas purísimas, acontece el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, encuentro definitivo de Dios y la humanidad. Y esto es obra del Espíritu Santo.
El dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado solemnemente por el Papa Pío IX en 1854, afirma que María, desde el primer instante de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado original por los méritos anticipados de Jesucristo. Este privilegio único no solo subraya la pureza singular de la Madre del Salvador, sino que también resalta su total consagración al plan de Dios.
Esta verdad mariana no es solo un título para ella, sino también un espejo de lo que la Iglesia está llamada a ser: sin mancha ni arruga, llena de la presencia de Dios, comprometida en su misión redentora.
Lo que se dice de María se dice también de la Iglesia y, por ende, de cada uno de nosotros. Ella es el modelo perfecto de lo que deseamos alcanzar. En María contemplamos nuestra vocación: ser plenamente hijos de Dios, viviendo en gracia y comunión con Él. Su «SÍ» total y generoso al plan divino nos inspira a renovar nuestra propia disponibilidad.
Reconocemos que la gracia de Dios es capaz de transformar nuestras vidas, de sanar nuestras heridas y de hacernos partícipes de la victoria sobre el pecado.
En muchos lugares, el 8 de diciembre está profundamente vinculado a la celebración de la Primera Comunión. Este día marca el inicio de una amistad especial con Jesús en el corazón de niños y niñas, sellando en sus almas el amor y la pureza que encontramos en María. Es una fecha que une generaciones, evocando recuerdos entrañables de familias que se preparan con fe y alegría para este encuentro con el Señor.
Celebrar la Inmaculada Concepción de María nos recuerda que nuestra misión como Iglesia es ser signo de esperanza en medio de un mundo herido. Su vida nos impulsa a buscar la santidad en las pequeñas cosas, a ser puentes de reconciliación y agentes de paz.
En este tiempo de Adviento, contemplar a María nos ayuda a preparar nuestro corazón para recibir a Cristo. En el libro del Génesis se profetiza acerca de la enemistad entre la mujer y la serpiente. La victoria no se consigue sin lucha y entrega. Ella, como la nueva Eva, nos señala el camino hacia la vida en plenitud, recordándonos que la victoria sobre el mal ya ha sido ganada en Cristo y que estamos llamados a vivir en esa certeza.
Que la Inmaculada Concepción inspire en nosotros el deseo de caminar siempre en la luz de Dios, con un corazón dispuesto a amar, servir y transformar el mundo a su imagen. Encendemos la segunda vela en la corona de Adviento.
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