Caminar sin rumbo nos agobia. Cuando alguien se pierde en una montaña o en un bosque necesita encontrar algún punto de referencia, alguna senda que le pueda indicar para dónde ir. Los sentimientos negativos brotan de modo imparable: angustia, desaliento, impotencia. A veces enojo con uno mismo por haber emprendido una aventura que parecía no tan riesgosa, o bronca por no haber recibido los consejos adecuados.
Te comparto una historia que plasma esto que te estoy diciendo. Siete personas amigas fueron a acampar a orillas de un lago por una semana. No se trataba de un camping con servicios básicos; simplemente la hermosura creada; no había otros visitantes. Buscaban un lugar agreste y solitario. Sin energía eléctrica ni acceso a internet. Una aventura para disfrutar de la amistad, el silencio, la belleza del paisaje.
Una fuerte tormenta imprevista les cambió los planes el tercer día. Después de más de 24 horas de lluvia tupida decidieron levantar campamento y regresar. Pero se encontraron con que el bosque que tenían que atravesar había cambiado de aspecto. Un par de árboles caídos, senderos borrados, y se perdieron. Sin batería ni señal en los celulares. Caminaron varias horas, sin lograr encontrar la salida. Cada tanto hacían sonar el silbato por si alguien escuchaba.
En un momento uno de ellos, con buen oído, alertó haber escuchado un ladrido lejano, y otros lo fueron confirmando. Gritaron, chiflaron, y pronto un par de perros se les arrimaron, seguidos por don Zoilo en su caballo. El hombre, que sabía de la aventura, había salido a buscarlos. A media hora de camino llegaron a su casa en medio del bosque; un lugar humilde y una familia hospitalaria.
Aunque era verano, los amigos estaban con mucho frío y completamente mojados. Lo que se fue dando en las horas siguientes fue un bálsamo de consuelo: fuego de hogar, pan casero calentito, sopa de verduras, recuperar fuerzas. Contaron a aquella familia lo que les había pasado. El dueño de casa extendió unas lonas y alfombras, y allí pudieron pasar la noche delante de la chimenea.
Al día siguiente, cargaron las mochilas en un par de mulas, y el pastor los acompañó hasta un poblado en el cual podían regresar a casa en transporte público. Tuvieron que hacer casi cuatro horas de camino.
Jesús es nuestro Buen Pastor. Él nos busca cuando no encontramos salida. Nos brinda cobijo y ternura. Restaura nuestras fuerzas. Los evangelios varias veces lo muestran con sentimientos de compasión ante “el pueblo fatigado y abatido como ovejas que no tienen pastor”, una imagen clara de la humanidad sin rumbo, sin brújula ni puntos de referencia. Humanidad que corre el riesgo de consumir sus fuerzas sin alcanzar la meta, corriendo tras espejismos que distraen. Nuestro ministerio surge de las entrañas compasivas de Jesús por su pueblo. (Mt 9, 12 – 10, 4)
Jesús es el Buen Pastor. Y llama a algunos a colaborar con Él y confiarles esa misión pastoral: “como el Padre me envía a mí, yo los envío a ustedes” (Jn 20). Una misma misión que es “pasión por Jesús y pasión por su pueblo”. (Francisco)
Hoy celebramos la memoria de San Juan María Vianney, el patrono de los sacerdotes. Somos personas frágiles, pero que entregamos la vida con alegría para ser pastores según el corazón de Jesús. Necesitamos de tu oración y compañía.
Es una hermosa vocación que se vive en comunión. Hace falta estar unidos a otros sacerdotes como presbiterio, con los obispos y los diáconos, con todo el Pueblo de Dios. Recordaba una hermosa enseñanza del Papa Benedicto XVI en su Encíclica sobre la Esperanza: “Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. (…) Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí”. (Spe Salvi 48)
Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo. (Jn 3, 16)
También hoy, tanto ama al mundo, que nos envía a nosotros, sus hijos.
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