Quiero compartir con ustedes dos meditaciones acerca de este acontecimiento jubilar sacerdotal. Una sobre la vocación, y la segunda acerca de la Eucaristía.
La vocación
El jubileo sacerdotal es una invitación a cada uno a hacer memoria del origen de la propia vocación, con el fin de renovarnos como Peregrinos de la Esperanza. Implica re-cordar, pasar de nuevo por el corazón los inicios fundantes del discipulado al que fuimos convocados. Un momento particular, en edades diversas, contextos distintos. Como sucedió a los profetas y apóstoles, el Maestro irrumpió en nuestra vida en el campo, en la ciudad, en el lugar de trabajo, siendo niños, jóvenes o adultos. Hemos escuchado la voz que nos decía: “Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes que salieras del seno, yo te había consagrado, te había constituido profeta de las naciones” (…) No digas nada, “porque tú irás a donde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene” (Jeremías 1, 4-10).
¡Ponerse en marcha!
¡Qué difícil se nos hizo comunicar esta experiencia!, encontrar las palabras adecuadas para algo inenarrable.
Paulatinamente, de la experiencia personal, íntima e incomunicable del profeta Jeremías, fuimos pasando a la dimensión comunitaria del sacramento del orden. Fuimos llamados junto a otros: Diáconos, Presbíteros y Obispos formamos cuerpo-orden-fraternidad.
Solemos afirmar, y con razón, que los amigos se eligen, la familia no. En nuestro caso somos elegidos por Jesús para la amistad con Él, y en Él con los otros y con todos. San Marcos nos narra de modo muy sencillo que Jesús “Llamó a su lado a los que quiso (…) instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mateo 9, 35-38 Marcos 3, 13) Aquí se nos muestra que la misión es comunitaria, y lo mismo acontecerá en la montaña de Galilea después de la Pascua: “Vayan…” (Mateo 28, 19)
En tiempos de Jesús, quienes querían elegían ser discípulos de tal o cual maestro. Sin embrago la experiencia de los apóstoles (y la nuestra) es al revés, el Maestro nos elige y convoca, congrega. “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes” (Juan 15, 16) Es la dimensión comunitaria del llamado y la misión. Sin comunión eclesial no hay Sínodo. No estamos como un científico investigando en la soledad de un laboratorio, sino trabajando juntos en la viña del Señor.
Distintos Papas nos manifiestan la misma idea. “El ministerio ordenado tiene una radical forma comunitaria y puede ser ejercido sólo como una tarea colectiva” (San Juan Pablo II, PDV 17) “Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo” (Benedicto XVI, SS 48). “Estamos todos en la misma barca” (Francisco). Y el Documento Final del Sínodo nos destaca la necesidad de recrear los vínculos. Sin espíritu de comunión no hay Sínodo.
La Eucaristía
Las palabras de la consagración, tan breves, tan hondas, expresadas en nombre de Jesús.
“Hagan esto en memoria mía”.
“Esto es mi cuerpo”. Es el cuerpo glorificado de un peregrino. Cuerpo engendrado en el vientre de la Madre, que se alimentó de sus pechos y descansó en su regazo. Cuerpo con manos lastimadas de carpintero. Cuerpo que disfrutó la alegría del vino en Caná, de los amigos en Betania. Cuerpo que recorrió aldeas, caminó sobre las aguas; Cuerpo que se inclinó a lavar los pies, Cuerpo con los pies ungidos por las lágrimas del pecado y el perfume del amor de la amistad más pura. El Cuerpo entregado y mal herido de un preso torturado.
Ese Cuerpo en nuestras manos…
“Esta es mi sangre derramada”. La sangre que es signo de la Pasión y de la vida apasionada. Sangre que hierve de indignación en la mirada ante los corazones cerrados de los fariseos. Sangre que llora ante la muerte del amigo, que se compadece de las multitudes hambrientas, que va a buscar a la oveja perdida. Sangre que hace estremecer las entrañas con el gozo del Espíritu Santo y despierta la compasión ante el hombre tirado en el borde del camino.
Esa Sangre en nuestras manos y labios… Sangre que nos libera de la anemia espiritual y la abulia existencial.
Este es mi Cuerpo, esta mi Sangre en el huerto de los olivos en oración ante el Padre, en ofrenda en la cruz, resucitando en la mañana de la Pascua. Cuerpo y Sangre del verdadero Dios y verdadero Hombre, Cuerpo y Sangre glorificados.
“Tomen y coman”.
“Tomen y beban”.
Pero indica a continuación: “Hagan esto en memoria mía”.
En su memoria, estamos llamados a poner el cuerpo y la sangre (nuestro cuerpo, nuestra sangre) al servicio del altar y los altares. La Eucaristía construye fraternidad, construye la Iglesia. Nos congrega como una familia en torno a la misma mesa. Mesa que se prolonga fuera del Templo, sea grande o pequeño.
El Buen Samaritano celebró el culto a Dios ungiendo con aceite y vino las heridas del cuerpo del caído y lastimado; ante el que el levita y el sacerdote esquivaron con elegancia puritana. Las unciones del Cuerpo de Cristo son expresión de ternura y consuelo, unciones sacramentales que expresan la sacramentalidad de la Iglesia Samaritana. Somos sacerdotes para tocar como Jesús a los leprosos, los ciegos, los excluidos de la vida y la dignidad. Nuestras manos han sido ungidas para ungir a los pobres, los corazones afligidos. “Ten especial predilección por los pobres y las almas extraviadas” (…) “No trates a nadie como si estuviera apestado… ayuda a todos, ¡a todos!” (Siervo de Dios José Américo Orzali)
“Hagan esto en memoria mía”, con mi amor, con mi entrega.
La eucaristía se continúa celebrando en cada hermano o hermana dejados de lado como el Lázaro de la parábola, llamado a participar del banquete del Reino, aunque expulsado de la mesa del rico.
Aquel Samaritano (extranjero, despreciado, mal visto, casi hereje) celebra el culto a Dios sobre las heridas del cuerpo mal herido; derrama aceite y vino, elementos de los que se valían los sacerdotes en la liturgia del Templo de Jerusalén, y que nosotros también utilizaremos en esta celebración. La Parábola evangélica la podemos contemplar también como una página bella de piedad eucarística, de devoción al Cuerpo de Cristo sufriente. Así como tenemos lugares de adoración perpetua, debemos promover también la conciencia de servir y venerar el Cuerpo de Cristo en sus hermanos más pequeños (Mateo 25). La mesa de piedra o madera de cada Templo se prolonga en mesa de carne sufriente de Cristo en los hermanos.
El Domingo de la Misericordia en la Octava de la Pascua, el Resucitado nos mostrará sus llagas gloriosas como lugar en el cual encontrar su presencia. El joven Pier Giorgio Frassati nos confiaba su corazón: “Alrededor de los enfermos y de los pobres veo una luz especial que nosotros no tenemos” “Cuando estés totalmente consumido por el fuego eucarístico, entonces podrás agradecer más conscientemente a Dios, que te ha llamado a formar parte de su familia”.
Y un adolescente nos enseña que “la eucaristía es la autopista al cielo” (Carlo Acutis)
Mañana al celebrar la Institución de la Eucaristía, del Mandamiento Nuevo, y del Sacramento del Orden Sagrado, (los tres simultánea e indisolublemente) nos inclinaremos a lavar los pies acogiendo ese mismo mandato, “serán felices si hacen esto” (Juan 13, 17)
En la Cena el Maestro también nos dice que “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos” (Juan 15, 13) ¿Por quién estoy dispuesto a morir? La respuesta interpela, y brota en el corazón de cada uno. Pero tal vez haya otra pregunta tan inquietante como esa ¿Para quién quiero vivir? ¿Cómo estoy dispuesto a morir y a vivir?
Nos enseña la Primera carta de San Pedro: “Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas” (I Pe 2, 21) en cada carne al costado del camino.
La Eucaristía es el Misterio que nos hace misioneros; lo exclamamos inmediatamente después de la consagración: “anunciamos tu muerte y proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas”. Mientras esperamos la consumación del tiempo en eternidad, celebramos la eucaristía (amamos) y misionamos.
A Jesús la familia lo buscaba porque decían: “Es un exaltado” (Marcos 3, 21). Somos discípulos de un loco de amor; de amor por cada uno, y puedo decir con certeza que “me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gálatas 2, 20)
Así de desmesurados consideraron también a Mama Antula, Carlo Acutis, Pier Giorgio Frassati, Alberto Hurtado, Brochero, Francisco de Asís, Teresa de Jesús, y tantos otros. A ese Jesús, exagerado de amor, queremos seguir e imitar, apasionados por una amistad y entrega.
Estamos llamados a una misma esperanza. “Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida” (Efesios 4, 4) La esperanza no quedará defraudada.
+ P Jorge Eduardo Lozano
Arzobispo de San Juan de Cuyo
16 de abril 2025. Año Santo de la Esperanza